Buenas tardes a todos. En primer lugar me gustaría presentarme. Me llamo Zapatín Catiusquez y estoy en paro.
Mis padres no pueden explicárselo, todo el mundo en mi familia tiene un

Mi padre, Zapatón Catiusquez, trabaja en una granja. Todos los días termina de barro (y otras cosas) hasta las orejas, pero no le importa pues es feliz cumpliendo con su deber ante la sociedad.
Hasta mi hermano (el zapatito de cristal) encontró trabajo en un cuento de hadas. ¿Quién lo iba a decir? Cuando nació, mi madre lloraba desconsolada:

- ¿Quién querrá ponerse un zapato de cristal que se rompe con la mirada?
- No llores, mujer –intentaba tranquilizarla mi padre- quizás en una exposición, un museo…
- Para mí que es maricón –dije tímidamente.
- ¿Que?
Pero hasta él consiguió un empleo antes que yo. Ahora es conocido internacionalmente, le han hecho cuadros, fotos, han escrito libros… hasta películas. Se ha vuelto más pedante de lo que ya era…y es maricón.

Una vez intenté ser zapato de una drag queen pero tampoco pudo ser. En aquel momento fue cuando descubrí que sufro de vértigo.
Mi hermano intentó ayudarme y gracias a sus contactos en el mundo literario pude presentarme a unos cuantos castings, pero siempre me encontraban algún inconveniente: como bota de siete leguas era demasiado pequeño, como bota del gato con botas era demasiado ordinario, como zapatilla roja me fallaba el color (yo creo que este fue un claro caso de racismo pero no pude demostrar nada en los tribunales)…
Después lo intenté como zapato de varias celebridades, una tal Tarís

- Yo, un Manolo Blahnik auténtico, que fui hecho para despertar todas las envidias… una vez, ¡sólo me ha puesto una vez! Y no te creas que para un estreno, ¡una cena! Ni una foto en las portadas de moda, ni una reseña en un periódico…
Aquella vida no estaba hecha para mí. Decidí tomarme un tiempo y cambiar de aires, quizás en otro país, en otra cultura, encontrara mi lugar en el mundo.
El primer país que visité fue Francia, pero allí todos los zapatos eran muy estirados, me miraban por encima del tacón, como si yo fuera de una categoría inferior, así que seguí mi ruta hacia el norte.
En Inglaterra los zapatos eran horteras hasta para mí… ¡que combinaciones! ¿y eso de las sandalias con calcetines? ¡Qué horror!

Así que como decía Dorothy acompañada de mis primos los chapines de rubíes (esos sí que encontraron un buen curro, y juntos los dos, además. Claro, que siempre fueron muy monos y eso en el mundo cinematográfico siempre ayuda)

“'Se está mejor en casa que en ningún sitio”.
Cuando llegué a casa mis padres tenían algo reservado para mí:
- Hemos concertado tu matrimonio.
- ¿Qué? ¡No me podéis hacer esto!
- Creemos que es lo mejor para ti –comenzó a decir mi padre.
- Entiéndelo, llevas años dando tumbos. Una buena pareja hará que sientes la suela –intentaba convencerme mi madre.
- ¿Y quién es ella? –estaba claro que no tenía nada que hacer. Quizá tuvieran razón.
- Tu prima Botina –respondió mi madre.
- ¿Mi prima Botina? Ay no, eso si que no. Pero si era una chinchona que no hacía otra cosa que tirarme barro.
- Eso fue hace muchos años Zapatín. Ahora Botina es una joven bota muy bella y estoy segura de que seréis muy felices los dos.
A Botina y a mí nos costó algún tiempo amoldarnos a vivir juntos. Llevábamos ya demasiados años caminando cada uno por nuestro propio camino. Y es que es difícil ponerse en los pies del otro. A menudo nos pisábamos o no conseguíamos ponernos de acuerdo en el camino a seguir, pero sin saber cómo llego el día en que caminábamos acompasados, como guiados por un reloj interno que marcara el ritmo de nuestros pasos.
Cuando por fin nos sentimos seguros de nosotros mismos decidimos lanzarnos al mundo.

Hasta que al fin llegó el día.
Era un lluvioso día de Octubre. El tintineo de la campana de la puerta anunció la entrada de un niño empapado hasta los huesos.
En sus pies, unos zapatos que ya pedían la jubilación a gritos dejaban asomar un dedillo a la intemperie.
Entre hipidos y estornudos el niño sacó unos cuantos billetes arrugados. Después se secó las gotas de lluvia y mocos que resbalaban por su cara y continuó el desembarco de monedas y monedillas de sus bolsillos al mostrador.

Cuando terminó de contar hasta la última moneda con la cara repleta de satisfacción y orgullo nos señaló… ¡a nosotros!
La sensación que tuve al ser entregado a aquel niño que nos recogió con manos temblorosas es algo que no olvidaré mientras viva.
Durante las semanas siguientes chapoteamos en los charcos, subimos escaleras, rampas, tapias, escalamos a los árboles, hicimos carreras con línea de salida y de llegada y carreras improvisadas para llegar al autobús o a tiempo a clase de francés.
Y en todo aquel tiempo sentí que después de tantas vueltas al fin había encontrado mi sitio. Miraba a Botina a mi lado sonreír repleta de barro y sabía que ella sentía lo mismo.
